Hoy ya es un edificio diferente
Ya no habrá centinelas militares en esas hectáreas de la avenida Libertador. La sede del tristemente célebre campo clandestino de la muerte durante la dictadura militar Argentina pasó de manos, completando un cambio que comenzó el 24 de marzo de 2004. Lo que se hará a partir de hoy y los proyectos para los demás edificios.
Ya no habrá centinelas militares en esas hectáreas de la avenida Libertador. La sede del tristemente célebre campo clandestino de la muerte durante la dictadura militar Argentina pasó de manos, completando un cambio que comenzó el 24 de marzo de 2004. Lo que se hará a partir de hoy y los proyectos para los demás edificios.
El mástil ya no se yergue en el centro de la plaza de armas, detrás del vallado que hasta ayer separaba en dos el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada: de un lado el Espacio para la Memoria y la promoción de los Derechos Humanos, del otro, el territorio donde la Marina todavía educaba cadetes y oficiales. La ESMA, ese inmenso y –aunque la palabra suene discordante– elegante centro clandestino de detención y tortura, las hectáreas de su territorio, sus 34 edificios, las calles arboladas y bucólicas que lo surcan ya no pertenecen a ninguna fuerza armada. Ayer, la comisión Bipartita que integran el gobierno nacional y el de la ciudad Autónoma de Buenos Aires tomaron posesión completa de estas instalaciones en donde el horror se fraguó entre 1976 y 1983 prácticamente a la vista de todos, como un recordatorio permanente de lo que en esos años era cotidiano: el secuestro, la tortura, el exterminio de personas y de ideas, la apropiación de menores como el máximo experimento destinado a borrar la subjetividad y la herencia de los rebeldes. Ayer, la ESMA dejó de pertenecer definitivamente a la Armada. Ayer, empezó el proceso para convertir este sitio histórico en un lugar que pertenece a todos, al pueblo de la Nación Argentina.
Sólo dos guardias de la marina quedaron de consigna el domingo. Así se hizo visible que no quedaba allí nada que proteger incluso antes del traspaso oficial. Cada edificio había sido vaciado a conciencia y sus restos –viejos armarios de metal, cientos de colchones, sillas rotas, cables, montañas de desperdicios- eran desguazados por una procesión de cartoneros que cargaban los carritos que por una vez se bajaron del tren blanco en la estación Rivadavia tal vez alertados por alguna voz que circuló de boca en boca. Había material para reciclar detrás del edificio del Casino de Oficiales de la Escuela, ahí donde los oficiales y los y las detenidos desaparecidos durante la última dictadura militar compartían escaleras y hasta baños en una convivencia que sirve de metáfora a ese atroz silencio que colaboró entonces para que se consumara el terrorismo de Estado.
Así como convivían dentro de ese edificio los captores y los capturados, sometidos al borramiento de sus identidades y de su humanidad, así se convivía con el horror puertas afuera: por la Avenida del Libertador, la que adivinaron los cautivos en algún descuido en que la capucha les descubría los ojos inflamados por la ceguera impuesta, circulaban casi tantos autos como ahora, la mayoría indiferentes y sordos a lo que ocurría dentro. Esa indiferencia ya no será posible. La ESMA ya no será un lugar cerrado frente al que estaba prohibido detenerse bajo la clásica amenaza del “centinela que abrirá fuego”. Hace tiempo que no es así, de hecho las siluetas que los organismos de Derechos Humanos y los familiares y sobrevivientes de este Centro Clandestino de Detención señalan desde las rejas de entrada la realidad paralela que en los años de fuego no se quiso o no se pudo ver. Pero además desde ayer, y progresivamente desde el 3 de octubre, este sitio de memoria desnudo –sin recreaciones que podrían asestar golpes bajos, sin más que sus paredes húmedas y los carteles que a través de testimonios de sobrevivientes recrean lo que allí sucedió– estará abierto al público para ofrecer la oportunidad de ver, de sentir, de reflexionar sobre lo que nunca más se puede permitir.
“Desde 2004 que estoy acá, trabajando con los guías, acompañando a las casi mil personas que ya recorrieron el lugar. Y aun así es conmocionante saber que ya no vamos a vivir vallados, que finalmente este lugar nos pertenece a todos”, dijo Daniel Schiavi ayer, poco antes de reunirse con Judith Said –coordinadora general del Archivo Nacional de la Memoria, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación–, con Guillermo Guerín –subsecretario de Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires–, con Ana Careaga –directora del Instituto Espacio de la Memoria– y con Margarita Jarque –titular de la Unidad Ejecutora de Sitios de Memoria de la Ciudad–. A espaldas del grupo, las vallas blancas que ponían un límite a la convivencia entre civiles y uniformados empezaban a disolverse: ahí donde caía una ya no se levantaría. Ahora el trabajo es de integración y de debate para dar un destino útil a los 34 edificios sin ningún mástil. Esos que antes izaban la bandera que juraban los cadetes y oficiales fueron arrancados y trasladados a los nuevos destinos donde funcionarán las escuelas de la armada: la Fluvial, la Náutica, el Liceo Naval, la Escuela de Guerra. Sólo quedará en poder de la Marina el campo de deportes, ahí donde los colegios secundarios eran invitados a competir durante la dictadura como parte de un supuesto espíritu deportivo que bien sirvió a las Fuerzas Armadas usurpadoras del poder político para distraer la atención de un pueblo aterido por el miedo.
De todos esos edificios que ayer pasaron al poder civil sólo uno es el más significativo para contar de qué se trató el plan sistemático de desaparición y exterminio de la dictadura: el Casino de Oficiales, donde funcionaban la Capucha y la Capuchita, campos de concentración de la Armada y de otras fuerzas como el Servicio de Inteligencia de la Nación (SIN), respectivamente. Ese edificio fue entregado a la Comisión Bipartita que se fundó junto con el Acta Acuerdo para el traspaso en marzo de 2004. Pero no fue suficiente: “La entrega completa del predio era una demanda muy fuerte de los organismos de derechos humanos, de los familiares y de los sobrevivientes. Si la convivencia entre los uniformados y los detenidos desaparecidos signó a este campo de concentración, ahora era necesario no reeditar ninguna convivencia, el predio tiene que estar en manos civiles”, sintetizó ayer Judith Said durante un breve recorrido por ese sitio que sin guardar marcas efectistas permite revivir el horror y el desconcierto por la cercanía de una vida cotidiana que sucedía a metros de las salas de tortura, sobre la Avenida del Libertador. Tal vez un signo de cómo se prolongó esa convivencia ciega sea la construcción del inmenso edificio que hoy da sobre el Casino de Oficiales y que se vendió bajo el eslogan “el edificio más Libertador” durante los años noventa.
“Hasta ahora han pasado casi mil personas por este lugar histórico, grupos de familiares, de sobrevivientes, algunas escuelas y quienes están presentando propuestas para el destino de este predio –relató Guerín–, que lentamente se abrirá al público. Pero no lo imaginamos como un lugar al que se llegue masivamente como un paseo más sino un lugar de reflexión sobre nuestra historia reciente, donde las visitas tengan espacio y tiempo para elaborar lo que ven y lo que sienten frente a lo que se relata.”
Hay 15 guías, actualmente, que han conducido a los visitantes por los edificios hasta ahora abiertos, el Casino de Oficiales, la enfermería –muy cerca de ahí, donde se aplicaban las inyecciones somníferas a quienes más tarde serían exterminados a través de los vuelos de la muerte y donde también parían algunas embarazadas– y el edificio de las cuatro columnas, el más reconocible para cualquiera, que también se usó para coordinar y planificar las tareas de represión. Estos guías han sido formados para hacer el recorrido y cuentan con un relato base, una especie de guión que da un marco para sus palabras y las propias emociones. Ese guión se elaboró fundamentalmente con testimonios de sobrevivientes y a partir del avance de las causas judiciales que ponen un coto para posibles modificaciones en el predio de la ESMA. Por su valor de prueba en las causas contra los represores, reabiertas luego de la anulación definitiva de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sobre la ESMA rige una orden de no innovar que obliga a mantener ciertas instalaciones tal como están. Y así es como se las ve. Desde el sitio que se llamó Capucha, apenas un piso sobre los dormitorios de los oficiales, donde se hacinaban los detenidos desaparecidos, todavía pueden reproducirse instintivamente los gestos de quienes pudieron reconocer el lugar después de su cautiverio. Es imposible no agacharse y mirar por las ventanas rotas a la calle y vivir otra vez la sorpresa por esa convivencia obligada entre la sociedad puertas afuera y el espanto puertas adentro.
Desde ayer, ya no habrá centinelas en el predio. Apenas guardias civiles que circularán en bicicleta para custodiar el patrimonio histórico. En la Escuela de Guerra, desde el 3 de octubre, se presentará una muestra de fotografías que abarca el período desde la Ley de Residencia al terrorismo de Estado para dar cuenta de la actividad represiva del Estado ante los movimientos sociales emergentes durante el siglo XX. También habrá muestras que prepararon los distintos organismos de derechos humanos. El boceto de guión con que cuentan los guías ya no mostrará “el cerco provisorio hasta tanto se restituya la totalidad del terreno”; ese momento histórico ya es un hecho. Todavía está abierto el debate sobre el destino de cada edificio, pero ya empezó a concretarse eso que se firmó en el acta acuerdo de 2004: “El destino que se asigne al predio y a los edificios de la Esma formará parte del proceso de restitución simbólica de los nombres y de las tumbas que les fueron negadas a las víctimas, contribuyendo a la reconstrucción de la memoria histórica de los argentinos para que el compromiso con la vida y el respeto irrestricto de los derechos humanos sean valores fundantes de una nueva sociedad justa y solidaria”.
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por Marta Dillon.
Sólo dos guardias de la marina quedaron de consigna el domingo. Así se hizo visible que no quedaba allí nada que proteger incluso antes del traspaso oficial. Cada edificio había sido vaciado a conciencia y sus restos –viejos armarios de metal, cientos de colchones, sillas rotas, cables, montañas de desperdicios- eran desguazados por una procesión de cartoneros que cargaban los carritos que por una vez se bajaron del tren blanco en la estación Rivadavia tal vez alertados por alguna voz que circuló de boca en boca. Había material para reciclar detrás del edificio del Casino de Oficiales de la Escuela, ahí donde los oficiales y los y las detenidos desaparecidos durante la última dictadura militar compartían escaleras y hasta baños en una convivencia que sirve de metáfora a ese atroz silencio que colaboró entonces para que se consumara el terrorismo de Estado.
Así como convivían dentro de ese edificio los captores y los capturados, sometidos al borramiento de sus identidades y de su humanidad, así se convivía con el horror puertas afuera: por la Avenida del Libertador, la que adivinaron los cautivos en algún descuido en que la capucha les descubría los ojos inflamados por la ceguera impuesta, circulaban casi tantos autos como ahora, la mayoría indiferentes y sordos a lo que ocurría dentro. Esa indiferencia ya no será posible. La ESMA ya no será un lugar cerrado frente al que estaba prohibido detenerse bajo la clásica amenaza del “centinela que abrirá fuego”. Hace tiempo que no es así, de hecho las siluetas que los organismos de Derechos Humanos y los familiares y sobrevivientes de este Centro Clandestino de Detención señalan desde las rejas de entrada la realidad paralela que en los años de fuego no se quiso o no se pudo ver. Pero además desde ayer, y progresivamente desde el 3 de octubre, este sitio de memoria desnudo –sin recreaciones que podrían asestar golpes bajos, sin más que sus paredes húmedas y los carteles que a través de testimonios de sobrevivientes recrean lo que allí sucedió– estará abierto al público para ofrecer la oportunidad de ver, de sentir, de reflexionar sobre lo que nunca más se puede permitir.
“Desde 2004 que estoy acá, trabajando con los guías, acompañando a las casi mil personas que ya recorrieron el lugar. Y aun así es conmocionante saber que ya no vamos a vivir vallados, que finalmente este lugar nos pertenece a todos”, dijo Daniel Schiavi ayer, poco antes de reunirse con Judith Said –coordinadora general del Archivo Nacional de la Memoria, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación–, con Guillermo Guerín –subsecretario de Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires–, con Ana Careaga –directora del Instituto Espacio de la Memoria– y con Margarita Jarque –titular de la Unidad Ejecutora de Sitios de Memoria de la Ciudad–. A espaldas del grupo, las vallas blancas que ponían un límite a la convivencia entre civiles y uniformados empezaban a disolverse: ahí donde caía una ya no se levantaría. Ahora el trabajo es de integración y de debate para dar un destino útil a los 34 edificios sin ningún mástil. Esos que antes izaban la bandera que juraban los cadetes y oficiales fueron arrancados y trasladados a los nuevos destinos donde funcionarán las escuelas de la armada: la Fluvial, la Náutica, el Liceo Naval, la Escuela de Guerra. Sólo quedará en poder de la Marina el campo de deportes, ahí donde los colegios secundarios eran invitados a competir durante la dictadura como parte de un supuesto espíritu deportivo que bien sirvió a las Fuerzas Armadas usurpadoras del poder político para distraer la atención de un pueblo aterido por el miedo.
De todos esos edificios que ayer pasaron al poder civil sólo uno es el más significativo para contar de qué se trató el plan sistemático de desaparición y exterminio de la dictadura: el Casino de Oficiales, donde funcionaban la Capucha y la Capuchita, campos de concentración de la Armada y de otras fuerzas como el Servicio de Inteligencia de la Nación (SIN), respectivamente. Ese edificio fue entregado a la Comisión Bipartita que se fundó junto con el Acta Acuerdo para el traspaso en marzo de 2004. Pero no fue suficiente: “La entrega completa del predio era una demanda muy fuerte de los organismos de derechos humanos, de los familiares y de los sobrevivientes. Si la convivencia entre los uniformados y los detenidos desaparecidos signó a este campo de concentración, ahora era necesario no reeditar ninguna convivencia, el predio tiene que estar en manos civiles”, sintetizó ayer Judith Said durante un breve recorrido por ese sitio que sin guardar marcas efectistas permite revivir el horror y el desconcierto por la cercanía de una vida cotidiana que sucedía a metros de las salas de tortura, sobre la Avenida del Libertador. Tal vez un signo de cómo se prolongó esa convivencia ciega sea la construcción del inmenso edificio que hoy da sobre el Casino de Oficiales y que se vendió bajo el eslogan “el edificio más Libertador” durante los años noventa.
“Hasta ahora han pasado casi mil personas por este lugar histórico, grupos de familiares, de sobrevivientes, algunas escuelas y quienes están presentando propuestas para el destino de este predio –relató Guerín–, que lentamente se abrirá al público. Pero no lo imaginamos como un lugar al que se llegue masivamente como un paseo más sino un lugar de reflexión sobre nuestra historia reciente, donde las visitas tengan espacio y tiempo para elaborar lo que ven y lo que sienten frente a lo que se relata.”
Hay 15 guías, actualmente, que han conducido a los visitantes por los edificios hasta ahora abiertos, el Casino de Oficiales, la enfermería –muy cerca de ahí, donde se aplicaban las inyecciones somníferas a quienes más tarde serían exterminados a través de los vuelos de la muerte y donde también parían algunas embarazadas– y el edificio de las cuatro columnas, el más reconocible para cualquiera, que también se usó para coordinar y planificar las tareas de represión. Estos guías han sido formados para hacer el recorrido y cuentan con un relato base, una especie de guión que da un marco para sus palabras y las propias emociones. Ese guión se elaboró fundamentalmente con testimonios de sobrevivientes y a partir del avance de las causas judiciales que ponen un coto para posibles modificaciones en el predio de la ESMA. Por su valor de prueba en las causas contra los represores, reabiertas luego de la anulación definitiva de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, sobre la ESMA rige una orden de no innovar que obliga a mantener ciertas instalaciones tal como están. Y así es como se las ve. Desde el sitio que se llamó Capucha, apenas un piso sobre los dormitorios de los oficiales, donde se hacinaban los detenidos desaparecidos, todavía pueden reproducirse instintivamente los gestos de quienes pudieron reconocer el lugar después de su cautiverio. Es imposible no agacharse y mirar por las ventanas rotas a la calle y vivir otra vez la sorpresa por esa convivencia obligada entre la sociedad puertas afuera y el espanto puertas adentro.
Desde ayer, ya no habrá centinelas en el predio. Apenas guardias civiles que circularán en bicicleta para custodiar el patrimonio histórico. En la Escuela de Guerra, desde el 3 de octubre, se presentará una muestra de fotografías que abarca el período desde la Ley de Residencia al terrorismo de Estado para dar cuenta de la actividad represiva del Estado ante los movimientos sociales emergentes durante el siglo XX. También habrá muestras que prepararon los distintos organismos de derechos humanos. El boceto de guión con que cuentan los guías ya no mostrará “el cerco provisorio hasta tanto se restituya la totalidad del terreno”; ese momento histórico ya es un hecho. Todavía está abierto el debate sobre el destino de cada edificio, pero ya empezó a concretarse eso que se firmó en el acta acuerdo de 2004: “El destino que se asigne al predio y a los edificios de la Esma formará parte del proceso de restitución simbólica de los nombres y de las tumbas que les fueron negadas a las víctimas, contribuyendo a la reconstrucción de la memoria histórica de los argentinos para que el compromiso con la vida y el respeto irrestricto de los derechos humanos sean valores fundantes de una nueva sociedad justa y solidaria”.
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por Marta Dillon.
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