(La noticia la subi originalmente a plaza de las letras,los textos fueron tomados de la Nacion,la tercera y modificados levemente,la fot es de calabaza del diablo)
Lamentamos comunicar el sencible fallecimiento del Poeta,Narrador y ensayista Claudio Giaconi Ocurrido el dia viernes 22 de Junio(2007) como consecuencia de un infarto producido tras una intervencion quirurgica en una de sus piernas que le fue realizada en el hospital Salvador.El escritor, considerado uno de los pilares de la generación del 50, se declaraba enemigo del criollismo, como lo dejó de manifiesto en la antología de 11 cuentos publicada por primera vez en 1954, La difícil juventud...
"En los 50, cuando a juicio mío, de todos los escritores de la generación resultaba Claudio Giaconi el mas talentoso y mejor cuentista, y ya se sabe que ha estado terminando o ha dejado terminada una novela importante por que es la historia de sus vida", señaló el escritor Armando Uribe.
Según informa radio Cooperativa, el cuentista esperaba emular, en estos últimos años, a James Joyce con la publicación de una extensa novela autobiográfica, que hasta el momento de su muerte bordeaba las 700 páginas escritas a mano.
Tras la tuberculosis que lo afectó en 2004, Giaconi retomó sus proyectos literarios y comenzó a desarrollar junto al poeta Francisco Véjar un libro de conversaciones.
Aunque el libro quedó incompletó, Véjar aseguró que pretende publicar parte de este material.
"Ahora estoy descaseteando parte de los recuerdos y lo voy a ir publicando parceladamente", aclaró.
Los restos de Claudio Giaconi están siendo velados en la Sede de la Sociedad de Escritores de Chile, ubicada en Almirante Simpson número 7.
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Claudio Giaconi alguna vez estuvo en una habitación del Hospital Barros Luco, en Gran Avenida, y envio un recado: “Escribe que tengo tuberculosis, para que vengan a visitarme”. La enfermedad se desencadenó meses después de que La difícil juventud, su emblemático libro de cuentos, cumpliera medio siglo desde su publicación. El aniversario no había pasado inadvertido para la prensa y los admiradores de su breve, aunque vibrante obra, que incluye también el ensayo Gogol, un hombre en la trampa.
El mal lo descubrió el propio Giaconi, una noche de septiembre pasado en que despertó sumido en una sudoración fría, síntoma inequívoco de la tuberculosis. Estaba en Valparaíso, donde asimismo tomó conciencia de que había descuidado su alimentación y, por tanto, estaba desnutrido. El descalabro lo obligó a venirse a Santiago y aquí por sus propios medios encaminó sus pasos al Hospital Lucio Córdova, dependiente del Barros Luco. Ahora yace en una cama de ese centro asistencial, por fortuna en un cuarto privado que él presume le asignaron como reconocimiento a su “dignidad de escritor”. Si bien afirma que las medicinas han surtido efecto y que pronto estará de regreso en las calles de la ciudad, su apariencia es inquietante. Se le ve muy flaco, la respiración por instantes se le torna difícil y cada cierto tiempo exclama: “¡Maldito hipo!”.
Desde luego, su sentido del humor no lo abandona. Como cuando dijo que él nunca fue a la universidad, pero que “me siento como si hubiera egresado de Harvard”. Durante la visita tuvimos que cubrirnos el rostro con una mascarilla. Lo encontramos tendido de costado, escuchando música clásica, en un mutismo que rápidamente, tras los saludos, intercambió por una actitud locuaz, como poniéndose el traje de escritor. Se le vino entonces una frase a la mente: “La vida es una representación teatral”. Es una cita de Shakespeare, que luego repite en inglés y que anotó en su novela inacabada F. Obra que viene a ser su balance existencial. Y luego explica: “Mi papel ha sido el de un hombre algo perdido en la vida, que no sabe de qué se trata y eso precisamente lo hace vivir en busca del factor sorpresa”. Pero muy pronto deja a un lado las frases para el bronce y con gesto perplejo añade que jamás imaginó, como lector de la literatura rusa del siglo XIX, hallarse al final de su vida en un aposento como los descritos por Fedor Dostoievsky.
LA ETERNA JUVENTUD
Su abatimiento físico se justifica por su abuso, en los últimos meses, del tabaco, el alcohol y la marihuana. Lo confiesa abiertamente, más aún, afirma que no le recomienda la marihuana a la juventud, salvo “por esparcimiento, pero no de manera permanente”. Lo más asombroso es su retorno al trago, ya que lo había abandonado años atrás, reemplazándolo por la hierba. Hasta hace un tiempo se felicitaba por esa decisión, que lo mantuvo en un precario, aunque soportable, equilibrio en las décadas recientes. Ahora que la vorágine ha pasado, asegura que no echa de menos esas sustancias, porque, a su modo de ver, “los vicios lo abandonan a uno, no viceversa”. ¿Será su caso representativo del destino de los escritores chilenos? No son pocos los que han llegado hasta el mismo punto de Giaconi, como les sucedió a los poetas Jorge Teillier y Rolando Cárdenas (sus compañeros generacionales), pero naturalmente no es una regla.
En Giaconi parece haber influido su nueva vida en calle Rosal, en el centro de Santiago, después de permanecer casi 13 años en la casa de una hermana, en el barrio alto. De algún modo fue como recuperar sus años de juventud, por la proximidad de calle Villavicencio, donde habitó en pensiones borradas ya por el tiempo. Pero él dice que su idea no era recrear el pasado, cuando se tomaba fotos en motocicleta, de lentes oscuros y chaqueta de cuero. Era un muchacho de acentuada erudición y de aspecto irreverente, aunque siempre hubo una nota de fragilidad en su ser; de hecho, padeció una delicada operación al fémur izquierdo por la presencia de un tumor. “Se dio en forma natural que regresara a ese barrio –insiste–, aunque no niego que esas calles tengan una significado personal fuerte. Mi apego a la juventud es mi mayor instinto de supervivencia. Por eso y por mi inclinación a sentirme libre, nunca hubiera podido venderme al neoliberalismo salvaje”.
Pero lo suyo requiere una explicación más larga y por eso vuelve a hablar: “Cuando volví del extranjero, hace 14 años, lo más impactante fue mi sentimiento de orfandad. Me vi con una personalidad escindida. Al regresar al centro el capullo se abrió, floreció. Prescindiendo del hecho de que uno siempre se siente solo en este ‘mar de los sargazos’ que es la vida, me pareció increíble haber estado secuestrado en mí mismo durante tanto tiempo. Pero al final incidió en mi salud. También encontré el mundo más feo, cruel y materialista, todo lo que he aborrecido en mi existencia”.
Como sea, Giaconi se sumió en el caos doméstico, sin alimentarse y olvidándose de las cuentas que se acumulaban en algún rincón. Su proyecto de terminar la novela F continuó postergado. Ahora dice que son las vueltas propias de la vida de un escritor y que él las ha conocido todas. El hecho de escribir, sin embargo, lo considera un factor de “salvataje”. “Mis labores de escritor me sitúan dentro de la sociedad de una manera especial; sin eso sería una ‘volada huacha’, sin dimensiones de identidad personal. La dignidad del escritor es la conciencia; aquel autor que transa con sus principios pierde la conciencia y se convierte en un peligro para el medio. Por algo José Stalin decía: ‘Los escritores son ingenieros del alma’”.
GIACONI Y LA POESíA
Como él mismo dice, hasta el mes de junio fue un drogadicto (lo afirma con reticencia, porque “no me siento orgulloso de ello”). Pero ahora nuevamente tiene la inquietud de publicar. Lo más cercano que tiene es un volumen de Poesía reunida, en que incluiría su poemario La caída de Occidente, sus versos en inglés y otras composiciones dispersas, y que sería editado por Cuarto Propio. Además, junto al poeta Francisco Véjar prepara un libro de conversaciones, que podría llegar a ser su testamento literario. Sin embargo, su mayor desasosiego es finalizar el mega relato F, experimento que sería el mayor esfuerzo de su arte y con el cual pretende ponerse a la altura del irlandés James Joyce. ¿Será acaso esa enorme ambición la que paralizó su escritura, que prometía grandes novedades para la literatura chilena y latinoamericana? Numerosos críticos y narradores se hacen esta pregunta, pero probablemente nunca tenga respuesta.
Tampoco Giaconi sabe si su derrotero hubiese sido diferente de haberse casado y tenido hijos. “Tal vez sí –reflexiona–, pero yo elegí mi camino. También no estoy tan seguro de que uno elija realmente o está predeterminado a escoger lo que al final le ocurre. La vida se reduce a no estar seguro de nada”. Es un hecho, no obstante, que a sus 77 años Giaconi necesita equilibrar sus costumbres solitarias con la compañía de otras personas, y por eso tiene decidido irse a vivir con unas amigas de su edad cuando abandone el hospital. “De otro modo volvería a lo mismo”, admite sin remilgos.
Mientras avanzaba la entrevista, entre sus resuellos y sus risas al posar para las fotografías, una enfermera le llevó un tazón de leche y una marraqueta sin nada. Era su “once”, que él no miró con buenos ojos. “Aquí la comida es pésima”, confidenció, y luego exclamando: “¡Lo primero que haré al salir de este lugar es comerme un buen asado con los amigos!”. Nuevamente ríe y parece sentirse otra vez dueño de su propio mito, aquel con el cual concita la admiración de los escritores jóvenes que anhelan una leyenda viviente de rebeldía y displicencia con el mundo. Al poco rato, da la impresión de adivinar estos pensamientos, cuando asegura: “Mi juventud no es de exterioridades, tiene que ver con mitos como Fausto: el rechazo de la vejez como anticipo de la muerte. Si ese instinto decae, la suerte está echada”.
Fue paradójico que en esta ocasión, a diferencia de otras conversaciones con Giaconi, no hablase largo y tendido de su pasado. Mencionó brevemente la depresión de 1939, que arruinó económicamente a su familia, y luego los años en Nueva York, durante la dictadura de Pinochet, los cuales habrían formado su carácter. Le preocupaba algo más urgente, quizá comerse las empanaditas de mariscos que un amigo le llevó subrepticiamente, o tal vez las horas de soledad que tenía por delante, una vez que se acabara el horario de visitas. Al momento de las despedidas pareció volver a enfrascarse dentro de sí, como les ocurre a menudo a sus personajes, aunque de todos modos tuvo la habilidad de decirles una última frase a sus lectores: “Veo la muerte totalmente impávido”.
"En los 50, cuando a juicio mío, de todos los escritores de la generación resultaba Claudio Giaconi el mas talentoso y mejor cuentista, y ya se sabe que ha estado terminando o ha dejado terminada una novela importante por que es la historia de sus vida", señaló el escritor Armando Uribe.
Según informa radio Cooperativa, el cuentista esperaba emular, en estos últimos años, a James Joyce con la publicación de una extensa novela autobiográfica, que hasta el momento de su muerte bordeaba las 700 páginas escritas a mano.
Tras la tuberculosis que lo afectó en 2004, Giaconi retomó sus proyectos literarios y comenzó a desarrollar junto al poeta Francisco Véjar un libro de conversaciones.
Aunque el libro quedó incompletó, Véjar aseguró que pretende publicar parte de este material.
"Ahora estoy descaseteando parte de los recuerdos y lo voy a ir publicando parceladamente", aclaró.
Los restos de Claudio Giaconi están siendo velados en la Sede de la Sociedad de Escritores de Chile, ubicada en Almirante Simpson número 7.
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Claudio Giaconi alguna vez estuvo en una habitación del Hospital Barros Luco, en Gran Avenida, y envio un recado: “Escribe que tengo tuberculosis, para que vengan a visitarme”. La enfermedad se desencadenó meses después de que La difícil juventud, su emblemático libro de cuentos, cumpliera medio siglo desde su publicación. El aniversario no había pasado inadvertido para la prensa y los admiradores de su breve, aunque vibrante obra, que incluye también el ensayo Gogol, un hombre en la trampa.
El mal lo descubrió el propio Giaconi, una noche de septiembre pasado en que despertó sumido en una sudoración fría, síntoma inequívoco de la tuberculosis. Estaba en Valparaíso, donde asimismo tomó conciencia de que había descuidado su alimentación y, por tanto, estaba desnutrido. El descalabro lo obligó a venirse a Santiago y aquí por sus propios medios encaminó sus pasos al Hospital Lucio Córdova, dependiente del Barros Luco. Ahora yace en una cama de ese centro asistencial, por fortuna en un cuarto privado que él presume le asignaron como reconocimiento a su “dignidad de escritor”. Si bien afirma que las medicinas han surtido efecto y que pronto estará de regreso en las calles de la ciudad, su apariencia es inquietante. Se le ve muy flaco, la respiración por instantes se le torna difícil y cada cierto tiempo exclama: “¡Maldito hipo!”.
Desde luego, su sentido del humor no lo abandona. Como cuando dijo que él nunca fue a la universidad, pero que “me siento como si hubiera egresado de Harvard”. Durante la visita tuvimos que cubrirnos el rostro con una mascarilla. Lo encontramos tendido de costado, escuchando música clásica, en un mutismo que rápidamente, tras los saludos, intercambió por una actitud locuaz, como poniéndose el traje de escritor. Se le vino entonces una frase a la mente: “La vida es una representación teatral”. Es una cita de Shakespeare, que luego repite en inglés y que anotó en su novela inacabada F. Obra que viene a ser su balance existencial. Y luego explica: “Mi papel ha sido el de un hombre algo perdido en la vida, que no sabe de qué se trata y eso precisamente lo hace vivir en busca del factor sorpresa”. Pero muy pronto deja a un lado las frases para el bronce y con gesto perplejo añade que jamás imaginó, como lector de la literatura rusa del siglo XIX, hallarse al final de su vida en un aposento como los descritos por Fedor Dostoievsky.
LA ETERNA JUVENTUD
Su abatimiento físico se justifica por su abuso, en los últimos meses, del tabaco, el alcohol y la marihuana. Lo confiesa abiertamente, más aún, afirma que no le recomienda la marihuana a la juventud, salvo “por esparcimiento, pero no de manera permanente”. Lo más asombroso es su retorno al trago, ya que lo había abandonado años atrás, reemplazándolo por la hierba. Hasta hace un tiempo se felicitaba por esa decisión, que lo mantuvo en un precario, aunque soportable, equilibrio en las décadas recientes. Ahora que la vorágine ha pasado, asegura que no echa de menos esas sustancias, porque, a su modo de ver, “los vicios lo abandonan a uno, no viceversa”. ¿Será su caso representativo del destino de los escritores chilenos? No son pocos los que han llegado hasta el mismo punto de Giaconi, como les sucedió a los poetas Jorge Teillier y Rolando Cárdenas (sus compañeros generacionales), pero naturalmente no es una regla.
En Giaconi parece haber influido su nueva vida en calle Rosal, en el centro de Santiago, después de permanecer casi 13 años en la casa de una hermana, en el barrio alto. De algún modo fue como recuperar sus años de juventud, por la proximidad de calle Villavicencio, donde habitó en pensiones borradas ya por el tiempo. Pero él dice que su idea no era recrear el pasado, cuando se tomaba fotos en motocicleta, de lentes oscuros y chaqueta de cuero. Era un muchacho de acentuada erudición y de aspecto irreverente, aunque siempre hubo una nota de fragilidad en su ser; de hecho, padeció una delicada operación al fémur izquierdo por la presencia de un tumor. “Se dio en forma natural que regresara a ese barrio –insiste–, aunque no niego que esas calles tengan una significado personal fuerte. Mi apego a la juventud es mi mayor instinto de supervivencia. Por eso y por mi inclinación a sentirme libre, nunca hubiera podido venderme al neoliberalismo salvaje”.
Pero lo suyo requiere una explicación más larga y por eso vuelve a hablar: “Cuando volví del extranjero, hace 14 años, lo más impactante fue mi sentimiento de orfandad. Me vi con una personalidad escindida. Al regresar al centro el capullo se abrió, floreció. Prescindiendo del hecho de que uno siempre se siente solo en este ‘mar de los sargazos’ que es la vida, me pareció increíble haber estado secuestrado en mí mismo durante tanto tiempo. Pero al final incidió en mi salud. También encontré el mundo más feo, cruel y materialista, todo lo que he aborrecido en mi existencia”.
Como sea, Giaconi se sumió en el caos doméstico, sin alimentarse y olvidándose de las cuentas que se acumulaban en algún rincón. Su proyecto de terminar la novela F continuó postergado. Ahora dice que son las vueltas propias de la vida de un escritor y que él las ha conocido todas. El hecho de escribir, sin embargo, lo considera un factor de “salvataje”. “Mis labores de escritor me sitúan dentro de la sociedad de una manera especial; sin eso sería una ‘volada huacha’, sin dimensiones de identidad personal. La dignidad del escritor es la conciencia; aquel autor que transa con sus principios pierde la conciencia y se convierte en un peligro para el medio. Por algo José Stalin decía: ‘Los escritores son ingenieros del alma’”.
GIACONI Y LA POESíA
Como él mismo dice, hasta el mes de junio fue un drogadicto (lo afirma con reticencia, porque “no me siento orgulloso de ello”). Pero ahora nuevamente tiene la inquietud de publicar. Lo más cercano que tiene es un volumen de Poesía reunida, en que incluiría su poemario La caída de Occidente, sus versos en inglés y otras composiciones dispersas, y que sería editado por Cuarto Propio. Además, junto al poeta Francisco Véjar prepara un libro de conversaciones, que podría llegar a ser su testamento literario. Sin embargo, su mayor desasosiego es finalizar el mega relato F, experimento que sería el mayor esfuerzo de su arte y con el cual pretende ponerse a la altura del irlandés James Joyce. ¿Será acaso esa enorme ambición la que paralizó su escritura, que prometía grandes novedades para la literatura chilena y latinoamericana? Numerosos críticos y narradores se hacen esta pregunta, pero probablemente nunca tenga respuesta.
Tampoco Giaconi sabe si su derrotero hubiese sido diferente de haberse casado y tenido hijos. “Tal vez sí –reflexiona–, pero yo elegí mi camino. También no estoy tan seguro de que uno elija realmente o está predeterminado a escoger lo que al final le ocurre. La vida se reduce a no estar seguro de nada”. Es un hecho, no obstante, que a sus 77 años Giaconi necesita equilibrar sus costumbres solitarias con la compañía de otras personas, y por eso tiene decidido irse a vivir con unas amigas de su edad cuando abandone el hospital. “De otro modo volvería a lo mismo”, admite sin remilgos.
Mientras avanzaba la entrevista, entre sus resuellos y sus risas al posar para las fotografías, una enfermera le llevó un tazón de leche y una marraqueta sin nada. Era su “once”, que él no miró con buenos ojos. “Aquí la comida es pésima”, confidenció, y luego exclamando: “¡Lo primero que haré al salir de este lugar es comerme un buen asado con los amigos!”. Nuevamente ríe y parece sentirse otra vez dueño de su propio mito, aquel con el cual concita la admiración de los escritores jóvenes que anhelan una leyenda viviente de rebeldía y displicencia con el mundo. Al poco rato, da la impresión de adivinar estos pensamientos, cuando asegura: “Mi juventud no es de exterioridades, tiene que ver con mitos como Fausto: el rechazo de la vejez como anticipo de la muerte. Si ese instinto decae, la suerte está echada”.
Fue paradójico que en esta ocasión, a diferencia de otras conversaciones con Giaconi, no hablase largo y tendido de su pasado. Mencionó brevemente la depresión de 1939, que arruinó económicamente a su familia, y luego los años en Nueva York, durante la dictadura de Pinochet, los cuales habrían formado su carácter. Le preocupaba algo más urgente, quizá comerse las empanaditas de mariscos que un amigo le llevó subrepticiamente, o tal vez las horas de soledad que tenía por delante, una vez que se acabara el horario de visitas. Al momento de las despedidas pareció volver a enfrascarse dentro de sí, como les ocurre a menudo a sus personajes, aunque de todos modos tuvo la habilidad de decirles una última frase a sus lectores: “Veo la muerte totalmente impávido”.
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