3.7.10

Las atorrantes

Estaba obsesionado con la pobreza. Desde su infancia observaba con gran interés a esa pandilla de niños mendigueando por los alrededores de la casona de su abuela. Solían pedir dinero, ropa, comida o cualquier objeto en desuso que pudiesen vender en la feria dominical. Algunos andaban sucios y descalzos. Sin embargo, entre ellos, había tres hermanas huérfanas, quienes se esmeraban en ocultar ese aspecto harapiento propio de los mendigos con los que convivían. Ellas vestían andrajosamente pero con una extraña pulcritud, nunca se les veía sucias y sus zapatos, a pesar de que estaban rotos, los remendaban y lustraban cada vez que salían a trabajar. Las mermadas ganancias que recibían de las ventas de los artículos que les donaban los vecinos, no eran suficientes para comprar comida, por lo que se vieron en la necesidad de comenzar a vender sus propias y escasas pertenencias.

Gabriel tenía tan sólo diez años cuando su padre se las señaló, mientras se divisaban a lo lejos de la casona familiar; las llamó 'las atorrantes', quizás como una manera de develar a su hijo la miseria representada en alguien de su corta edad o como algo exótico para quienes no conocían la pobreza.

Lo primero que le llamó la atención a Gabriel fue la altivez de las hermanas mendigas. Por su aspecto y actitud frente a los demás, daba la impresión de que no provenían del mismo campamento que el resto de los niños mendigos. No obstante, ese día sólo andaban dos de las hermanas y caminaban descalzas. Una de ellas se acercó a Gabriel y le preguntó:

- ¿Cuánto calzas?
- ¿Por qué me preguntas eso? -Dijo Gabriel.
La huérfana, con su característico tono altivo, respondió:
- Es que mi hermana menor está enferma y necesita zapatos.
Gabriel, algo confundido, le preguntó:
- No te entiendo… ¿Qué relación tienen los zapatos con la enfermedad de tu hermana?
- ¿Acaso no te lo puedes explicar? Tiene neumonía y el frío le cala los pies. No le di mis zapatos porque los he vendido para comprarle medicinas. –sostuvo la pequeña mendiga.

Desde aquel día, Gabriel estimó que era tan sólo una pequeñez haber pasado toda una tarde en casa de su abuela sin zapatos y los retos posteriores recibidos de sus padres por su ‘extravagante’ actitud. Qué importancia podría tener, después de todo -pensó Gabriel-, si en aquellos días de infancia había descubierto la digna miseria...

(Alejandra Montoya)

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